Corría el año 2007 (casi no puedo creer que hayan pasado 13 años desde entonces) y mi relato «Dietas al volante» obtuvo una mención de honor en el Certamen Literario Carmen de Michelena, organizado por la Asociación Cultural El Yelmo de un pequeño pueblecito de Jaén, Beas de Segura.
No os podéis imaginar lo que significó para mí, pero puedo aseguraros que ese momento está grabado como una de las vivencias más felices de mi vida. Además llegó en una época bastante «movida» en la que un premio hizo maravillas con mi autoestima.
Soy la tercera de la foto (comenzando por la izquierda). Sí, sí, soy yo. Han pasado 13 años y se han sumado 15 kilos: soy una mujer curvy.
Ayer, no sé muy bien por qué, me vino a la cabeza este relato. Y rebusqué hasta encontrarlo. Menos mal que existe internet :).
Me apetece compartirlo por aquí por varias razones:
- Es una forma de que me conozcaís mejor.
- Explica en parte la razón de que lleve muchos años intentando normalizar la moda, es decir, buscando la forma de que la moda se adapte a las tallas y no al revés.
- Al principio fue a través de la fotografía, gracias a Julio Aranda Fotógrafo (sí, esa voz en off que de vez en cuando se escucha en los directos ).
- Despúes a través de casting y pasarelas inclusivas en la que desfilaban mujeres de diferentes cuerpos, cuerpos reales, incluyendo más delgagas, más rellenitas, más orondas. Y eso me llevó a conocer tantaaaaas mujeres con todo tipo de cuerpos y almas diferentes. Algunas (pocas) de ellas felices con su aspecto. La mayoría, ya sea por delgadez o kilitos de más, acomplejadas o frustradas porque no encontraban moda actual que las favoreciera.
Cuando escribí «Dietas al volante» tenía una talla considerada «normal», según los cánones de belleza al uso. Una talla 40/42.
Pero fui una niña, adolescente y joven deliciosamente rellenita que debía estar en constante lucha para mantener a raya esos kilos que luchaban por sumarse a mi cintura (la barriga sigue siendo mi punto débil, allá que van sin más miramiento).
He tenido épocas de rechonchita, de delgada, de gordibuena y de supercurvy. Ahora, a punto de cumplir 50 años, estoy en lo que yo entiendo por mujer curvy: una talla 46/48. Lo curioso es que cuando escribí «Dietas al volante», pese a tener esa talla 40/42, yo me sentía gordita por dentro.
Yo entiendo el ejercicio (afición, hobby, trabajo) de escribir como de sacar cosas de dentro. Y, evidentemente en este relato, ligero y que pretendió ser divertido, saqué cosillas que me entretenían la mente. Las dietas entre ellas :).
Ahora (bueno, en realidad, los últimos años), mis esfuerzos se centran en granadademoda.com , un lugar donde comprar ropa online procurando incluir moda para todas, moderna y actual, que se adapte a los diferentes cuerpos y tallas.
Por cierto, algo que me gustaría dejar claro:
- Este post no es un elogio a los kilos de más.
- Nunca sabemos qué equipaje lleva a sus espaldas una persona. Por eso, ante de criticar, opinar, etc., mejor apreciamos los puntos fuertes de la misma: una sonrisa, un tono de voz, una melena preciosa, su simpatía, su elegancia… No «crucifiquemos» a alguien por ser delgadísima o muy gordita.
Dicho esto y dando las gracias a aquel jurado (especialmente a Teresa Valverde Buena) que tuvo a bien premiar mi relato y alegrándome de que ocurriese antes del fallecimiento de Carmen de Michelena, (mujer luchadora, encantadora y estilosa a partes iguales), os transcribo el relato por si os apetece leerlo. Si soy capaz de haceros sonréir, logro conseguido.
«Dietas al volante»
La dieta me está devorando. El intelecto, quiero decir. ¿Cuántas neuronas dicen que tenemos las mujeres? ¿Dos? Pues el régimen me ha trastocado al menos una de ellas. De no ser así, ¿cómo se explica que el Megane burdeos que tengo delante se haya transformado en una enorme tarta de arándanos que, en lugar de tener ruedas, se desliza gracias a cuatro deliciosos donuts de chocolate?
Por cierto, el Megane no se mueve y llevo más de diez minutos detrás de él; desde el cruce Recogidas – Martínez Campos más o menos. Nuevecito nuevecito y con los cristales tintados además, así que no puedo “acordarme” de todos los calvos al volante por si luego resulta ser un ejecutivo de melena engominada. No, si al final llegaremos tarde al colegio y eso que llevo desde las siete en pie, para tener tiempo de purgar mi estómago con la enésima infusión de hierbas antes de despertar a las niñas, darles el desayuno, vestirlas, prepararles la bolsita de cuadritos rosas y blancos con la merienda y salir pitando de casa. ¿Bajo qué conjuro asfáltico rueda hoy mi coche?
Ah…por fin el semáforo cambia y el Megane se decide a arrancar y…y ¡no! Va a entrar en “mi” cochera. Las niñas llegan tarde hoy, fijo. Seguro que quien conduce el Megane Burdeos es un hombre que, ni está a dieta, ni ha despertado a sus retoños, ni ha luchado por embutirles en sus sosos uniformes grises, ni se ha purgado muy de mañana con una infusión. Seguro que le importa poco si hoy en la escuela es el día de la fruta o toca sándwich y por supuesto se tomará todo el tiempo del mundo en echar el freno de mano, sacar de la guantera la tarjeta de acceso al parking, introducirla en la ranura de la maquinita, escuchar el beep de “aceptado, puede usted pasar”, recoger la tarjeta, volver a guardarla en la guantera, encender las luces, quitar el freno y deslizarse suavemente por la rampa, no se le vayan a fastidiar los amortiguadores de su recién estrenada máquina a motor. Y sí, por supuesto que encontrará aparcamiento en la primera planta, justo en mi plaza favorita, al ladito mismo de la puerta de salida, desde la que puedo salir zumbando en busca de las escaleras, en lugar de esperar estresada la llegada de ese ascensor decimonónico que no guarda memoria y siempre, siempre, pasa de largo en mi parada, ya esté yo esperándolo en el segundo, cuarto o quinto piso.
Desde luego el conductor del Megane Burdeos no estará preocupado porque a las nueve o’ clock cierren el portón de educación infantil y no tendrá que bajar la calle para llegar a la otra puerta, llamar al timbre y soportar la mirada displicente de la secretaria – portera que te regaña en silencio porque has vuelto a llegar tarde, porque le vas a pisar la escalera recién fregada, porque tus niñas se van a perder la asamblea de entrada, tan educativa y necesaria a tan tiernas edades.
Pero no, el conductor del Megane no ha conseguido plaza en la primera planta y ahora se pasea a menos cinco kilómetros por hora por los diversos niveles del parking, presentando su nueva adquisición al resto de cuadrúpedos motorizados ya estacionados. Seguro que me quitará “EL SITIO”, ese aparcamiento único y ansiado, privo de columnas y ausente de todo-terrenos voraces que se comen la mitad de la plaza que queda en medio, obligándote a subirte al capó, entaconada y con las niñas a la espalda.
Tampoco sabe nada ese conductor de las ganas que tenía yo de que ese coche no fuese un Megane Burdeos, si no un Polo verde pistacho, el Polo de Juan Pineda, arquitecto y padre de una compañera de clase de mi hija la mayor. Un Polo mimado y limpio – limpísimo, tal y como había comprobado días atrás, durante un escarceo discreto ojeando en el interior del vehículo.
Si ese coche fuese el Polo pistacho de Juan Pineda, nuestras niñas se saludarían y por consiguiente nosotros también y esta mañana sería divina porque su “buenos días” profundo me recorrería íntima e indecorosamente. Entonces él, galante y caballeroso esperaría con la puerta de salida abierta, llamaría al ascensor (a él el aparato le haría caso, desde luego), y yo le daría un poco de conversación a su pequeña y él con mano temblorosa apretaría el botón de planta calle y juntos recorreríamos los cien metros hasta la escuela y nos achucharíamos en la entrada con tantas madres y niños por doquier, como aquella otra vez en el ascensor que me rozó sin querer queriendo y yo no pude evitar pensar qué sensaciones me producirían esas manos de delineante acariciando mi nuca escondida tras la bufanda y…
No, no puedo perderme todo eso por culpa de un estúpido Megane burdeos recién salido del concesionario, así que decido tomar el atajo, bajar a la tercera planta saltándome dos tercios de la segunda, conduciendo contramano a toda velocidad unos cincuenta metros pero… ¡ay! Un Fiat Punto está aparcando y tengo que frenar hasta que finalmente puedo colarme, acelero, giro y sin mirar encauzo la rampa de bajada a la tercera planta y… ¡”mamá”! Gritan las niñas y yo oigo un ruido de chatarra ferruginosa quejarse y… ¡no puedo creerlo! He ido a chocar precisamente con el Megane nuevecito y ahora el conductor se bajará hecho un energúmeno y las niñas se echarán a llorar y no, no puedo ni mirar a la figura masculina que se acerca…” niñas, tranquilas, no ha pasado nada” les digo, bajando avergonzada la ventanilla y deseando que el hombre sea amable por una vez en su vida y no me humille allí delante de mis hijas y…
-Llegamos tarde ¿eh? – escucho mientras abro cabizbaja la puerta, para luego sorprenderme cara a cara con Juan Pineda, el arquitecto, que debe haberse comprado coche nuevo. – ¿Llevamos a las niñas y rellenamos el parte en el Alfaguara? – me consulta y yo pienso que se ha dado cuenta de que yo también desayuno allí, en la otra punta del bar, claro, y la perspectiva de compartir mesa, tostada integral y capuchino me deja sin habla, hasta que las niñas gritan ¡”que cierran el portón”! y yo me meto de nuevo en mi arrugado Corsa mientras considero que después de todo… esa sí va a ser una mañana divina porque las palabras de Juan Pineda al cerrar la puerta me acompañan:
-Estás algo cambiada ¿verdad?
PD: después de esa mención de honor (publicada en un precioso libro en su momento y en otro de la DGT gracias a Ángeles Prieto Barba), escribí y publiqué más relatos. Pero esa es otra historia :).
PD2: hombres, no os sintáis ofendidos. Ni pretendo ni pretendí en su momento políticamente incorrecta.